EL VERANO
Aún recuerdo cuando, hace unos diez meses atrás, todos nos echábamos a temblar ante la idea de lo que iba a comenzar el día siguiente. Parecía no ser otra cosa que el comienzo de las clases, pero tenía un significado mucho más amplio: volvíamos a ver con regularidad a compañeros, amigos y profesores a los que antes apenas veías. Pero obviamente esto no es lo que a todos aterraba; los daños colaterales son esa aparente pérdida de tiempo libre, de libertad, de diversión. Es la vuelta a la tediosa y aburrida rutina, el estudio, los exámenes y a las tensiones y el estrés que estos causan. Nos lamentábamos, pues es más fácil ver el lado negativo que las cosas buenas.
Pero, ¡ah, ilusos de nosotros!, cómo nos equivocábamos. Al margen de este déficit de libertad y de la sobrecarga de obligaciones, ganamos muchas cosas. Los reencuentros con la gente con la que ya habíamos enlazado, y con la que no lo habíamos hecho, pero tenía un gran potencial para hacerlo, es la cosa que más agradecimos. Hubo que esperar a marzo para que los lazos se estrecharan definitivamente, en cierta ciudad del norte de Europa y a la rivera del Támesis, cuyo odioso clima nos dio a nosotros un agradecido respiro. Pero, aparentemente, era algo que igualmente no queríamos. Cada día contábamos con ilusión los nosequecientos días que quedaban para la llegada del añorado cénit de nuestra existencia: el tan querido verano.
Ahora, tras tantos días de clase, llega otra vez el estío con sus promesas de liberación y libertad. Vacaciones (que, sin embargo, nos terminan de privar de la compañía de aquellos afortunados que aprovechan su tiempo en estas cosas), fiestas y pocas obligaciones, todo perfecto. Pero quizá nos estemos precipitando, pues hablar del verano es algo que, como se dice, está tan cerca y a la vez tan lejos… Hay un muro de Berlín, un océano Atlántico, un Everest en el camino a nuestra ansiada meta que se interpone, desafiante, pero expectante, pues sabe que no es inexpugnable. De la misma forma que tiraron la muralla alemana, que Colón cruzó el océano y que muchos alpinistas intrépidos han domado ya la cima del mundo. ¿No es evidente de lo que hablo? Se trata, obviamente, de los exámenes finales. La última prueba que superar. Una semana en la que la recompensa de llegar antes a nuestro hogar se ve empañada por los poderosos golpes que heroicamente aguantamos y que recibimos por parte de los importantes minutos perdidos en la preparación para los estresantes tests. Pero, ¿es acaso inteligente el rendirse ahora o arrojar la toalla después de estar a escasos metros de llegar al siguiente nivel en vez de dejarnos caer por la montaña hasta volver a empezar? Justamente, todos lo sabemos, es menester dar un último impulso a nuestro cuerpo y a nuestra mente para poder alcanzar la gloria, que no es sino el fin de la repetición rutinaria y del agobio de la evaluación. Con un poco de esfuerzo alcanzaremos el verano por fin, libres de preocupaciones y dispuestos a pasarlo en grande, tan en grande como el sol.
Entonces nos damos cuenta; el curso ha sido como siempre ha sido y como por siempre será, aunque cueste admitirlo después de adorar el verano y su fin, y aunque entre su principio y su final no podamos darnos cuenta. Ha sido muy corto, más breve de lo que se pensaba. Lo echamos demás cuando lo tenemos y de menos cuando no está. La gente se va, no la vemos continuamente y, posiblemente, haya sido la última vez que pasemos varias horas diarias con algunas personas. ¿No es irónico? Llevamos odiando la escalada al difícil monte del conocimiento todo el tiempo y, cuando estás en la cima y puedes descansar, prefieres seguir subiéndolo, a pesar de sus constantes avalanchas. ¡Han pasado ya diez meses! ¡Y la recompensa ya no lo parece tanto! Pero sabemos que no podemos hacer nada. Ha acabado y no volverá, y tenemos nuestro ansiado descanso. ¿Por qué llorar, cuando podemos… disfrutar? Como dirían nuestros ancestros, carpe diem. Ha pasado mucho tiempo de rutina constante y asfixiante, y ahora que llega el momento de disfrutar, no lo hacemos completamente. No es olvidar, es, al contrario, recordar, pero afrontar el verano de la mejor manera posible, que es sin estancarse en el pasado. Y olvidar el futuro, que es cuando, con el próximo curso, más vacíos nos sentiremos ante las sonadas ausencias.
Solo queda una conclusión de todo esto. Nunca nos conformaremos con lo que tenemos. Tanto el descanso veraniego como el trabajo continuo en las épocas oscuras son necesarios, aunque uno dure el quíntuple que el otro. No hay que desaprovechar el tiempo. El estío es un buen momento para ponerlo en práctica, pero no es suficiente, pues el tiempo en invierno también es oro. En resumen, ahora acabado el curso hay que disfrutar del verano. Y cuando acabe este, será el nuevo curso, aunque cueste, el que también hemos de aprovechar, pues lamentarse solo oxidaría la plata de los minutos mientras no estemos muertos.